domingo, 19 de febrero de 2012

[Anteriormente...]: El Teatro del Aviso de Incendio

Este ciclo pretende rescatar del olvido algunas viejas publicaciones de cuando aún llovía a través de los barrotes de mi celda; desde la que viera el avance sin piedad del asfalto y la tala de un pequeño bosque, desde la que viera tantísimas figuras alejarse por una carretera hacia el nunca más. Y la primera de todas ellas resulta El Teatro del Aviso de Incendio, un pequeño guiño a Jean Paul Marat.



El teatro está al completo, va a empezar otra función.
El público espera que le den la medicina.
Hoy la gente está impaciente, se levantará el telón.
Realidad y ficción están más cerca cada día.
–Pau Donés




– Pues claro que es así. Hazme caso... llevo mucho en esto como para que ahora... ¿eh? ¡Ah, si, perdón! Hola de nuevo. He aquí la publicación, cientos de sombras, pero solo un Hades para todas.

¿La imagen? Bueno, esta imagen tiene su historia. O no.
En ocasiones al mundo se le escapa un pedacito de información, desvelando una pizca de su gran complot, una pequeña estrategema urdida durante siglos para mantenerte al margen del destino de la vida. (No, no, no soy un rebelde sin causa, no me malinterpretes... aún). Así, la vida es una realidad inherente, pero adherida a la conciencia. Así, odias la muerte por instinto, por su adherencia manifiesta y patente de ser el final de la vida, una pequeña gran enemiga que secciona grácilmente tu fútil existencia con acierto milimetrado. Así, enemiga, la odias. Una linea que separa la vida de la muerte, no le das mayor crédito. ¿No escuchaste alguna vez acaso que al enemigo hay que darle de comer en la mano mientras lo abrazas con fuerza? ¿Que había que tenerlo, entonces, más cerca de lo que tienes al ser amado?
No va de amores, sino de un teatro. Cuando se abre el telón, por un instante se contempla parte del mundo al que no tienes acceso, menos en tus sueños. Aquellos trocitos de cristal congelados e incrustados en acero, aquellas gotas de sangre cristalizadas, vueltas inhertes a la acción del sentimiento humano, que se debaten inútilmente entre la vida y la muerte. Que triste. ¿Eres feliz así? Pues eso es tu ciudad. 

Mírala.

¿Que ves?

Mira al cielo, de noche. El manto que cubre y ahoga un grito en mitad de la noche y libra al asesino de su destino. ¿Destino? ¿Acaso lo hay para aquellos que burlan la vida? ¿Acaso se contempló el suicidio desde los inicios de la existencia como forma de autodestrucción de emergencia? No, un simple invento más. Uno de tantos. Como tantos carentes de sentido. No merece la pena suicidarse, siempre lo hace uno tarde. Ah, mi amado y tan vilmente odiado, mi amigo Emile Cioran, de quién para el que haber nacido no era más que un inconveniente. Pero volvamos al momento en el que la bala se aloja en el cerebro, en ese preciso instante en el que la aguja penetra en tu ego, el cuchillo en tu fosa ocular desgarrando aquello para lo que creías haber nacido: la vida. Fútil, pasa desapercibida en el Manto. ¿Y a qué actores acaso les importa?

Y por supuesto, tras el manto, tras el telón, existe un pequeño tramoyista al que nadie hace caso. Un tramoyista extraño, que nunca hablaba con nadie, al que una vez escuché llamar Demiurgo, pero ese nombre fue devorado por una llama Oscura. ¿No sabes quién todavía? Lo primero que vino a mi mente contemplando el cielo fue una imagen. Era una diosa, sin duda, aunque no sabría decirte cuál. Luego vi al Gran Magno de la Tierra deshaciéndose de un pedazo de su propia alma para abrir hueco a la comida que todavía tenía por engullir. Hazme caso, no suelo explicar. Volvamos. Desde entonces, nunca lo llamo. Aprendí que aquellos que no desean ser recordados no deben ser molestados. Un tramoyista saltarín y trapecista de la cuerda floja, sin duda, pero pirómano, solo para ver, como para el que los fuegos artificiales son reales. Los artificios inútiles de aquellos humanos a los que sirve, que no dejan de implosionar cada día, como pequeñas bombas lógicas, pero sin duda perdidas y carentes de consciencia. Y se ríe. Es irónico sin duda, que los juguetes de los niños no sean contemplados por los mayores. De hecho, más bien son ignorados. Han crecido demasiado como para seguir disfrutando, comprenden que los hilos no son suyos. Y a Él, nadie le hace sentir, tienen miedo de romper el cristal. Almas gritan desde el otro lado.

La ignorancia de quién se encuentra más allá de tus posibilidades. De quién es capaz de herirte con solo tocarte. De quién porta la máscara de una ilusión para tu seguridad. Sólo es una apariencia, ten cuidado, el diablo siempre protege a los suyos. Traiciones, que se ocultan seguras tras las espaldas de los esclavos, que hieren poco a poco y se adentran sin temor ni pausa, seguras de si mismas. Todo ello tejido con un manto de ilusiones de fina seda negra. Aquella seda negra que acabas de contemplar hace unos instantes. Pues no es más que eso, la verdadera consciencia no son más que breves instantes de subconsciente colectivo despertado. Y eso no deja de ser la existencia, un suspiro, un breve motivo al que nada le importa. Y siempre habrá un alfa, siempre una omega. Cuando los ruidos cesen, el Quinto llegará. ¿Vida? Desconocida. ¿Sueños? Quizá.

El sueño se extingue. La vela se apaga. El dueño del teatro ríe. A pesar de tener un teatro en llamas, nadie consigue verlas. No hay susto, pues.

Pero entonces se abre el telón, cuando ya nadie mira, no hay público, y da comienzo la función.

Un eje. Un sueño. Una ilusión.

Merece la pena quedarse a verlo. Si te gusta la noche. Y no precisamente por el campo de Baco, créeme.

Oh, tranquilos, no es más que una representación...